El testimonio de una libanesa
Por Marcos Aguinis
Para LA NACION
WASHINGTON
Brigitte Gabriel es una arriesgada periodista nacida en el sur del Líbano. Fue presentadora de noticias vespertinas para Middle East Television, que se difunden en Egipto, Siria, Jordania, Chipre y su país natal. También fue coordinadora de producción para la TV alemana en el Líbano, Gaza y Cisjordania. Hace pocos años fundó el Congreso para la Verdad sobre el Medio Oriente, curiosa y valiente institución que resiste el maremoto antisemita que se derrama desde los medios masivos de comunicación, reproduciendo el confuso clima previo al Holocausto. Brigitte se expresa con fluidez en árabe, francés e inglés, y sus opiniones se basan en hechos libres de prejuicios, aunque generen la tirria de quienes atizan las hogueras del odio. Acaba de pronunciar una disertación estremecedora en la Universidad Duke, que voy a sintetizar en este artículo para mostrar el lado oculto de una situación que se deforma con vergonzosa irresponsabilidad.
Esta periodista no dudó en presentarse a sí misma como una libanesa que tiene la obligación de revelar los aspectos perniciosos del mundo árabe para bien de los árabes y el resto del mundo, aunque genere descargas epilépticas de asombro o indignación. Fue criada y educada en el Líbano. Su padre tenía un modesto restaurante donde acudía gente de diversa condición social y podía escuchar múltiples opiniones. Pero todos los parroquianos, asegura, incluso los cristianos y kurdos, “estaban influidos por la prensa y las noticias oficiales de que los judíos son el mal irredimible y que no habría paz en la región hasta que se los matara o arrojara al mar”.
Agregó más adelante: “Cuando los musulmanes y los palestinos declararon la jihad contra la población cristiana en el año 1975, se dedicaron a asesinar libaneses de esta religión en forma sistemática, ciudad tras ciudad, sin clemencia. Yo terminé viviendo en refugios subterráneos desde los 10 hasta los 17 años, sin electricidad, comiendo pasto para vivir y serpenteando entre las balas para llegar hasta algún surtidor de agua”.
“Israel vino a salvarnos a nosotros, los cristianos del Líbano. Mi madre fue herida por un proyectil disparado desde una base musulmana y la llevaron enseguida a un hospital israelí para su tratamiento. La seguí desesperada y entré detrás de ella en el sector de emergencias. Tenía miedo y odio a los israelíes, porque me habían enseñado que eran los malignos del universo. Ni siquiera en las clases de Biblia nos dejaban leer el Antiguo Testamento, para que no tuviésemos otra idea de su horrible carácter. Sufrí un shock en ese hospital, porque me encontré rodeada por cientos de heridos, algunos musulmanes, otros palestinos, también cristianos, todos libaneses de cualquier edad y clase, mezclados con soldados israelíes heridos. Los médicos y enfermeros judíos se ocupaban de cada uno según sus problemas, trabajaban con celeridad y eficiencia. Se ocuparon de mi madre antes de revisar a un soldado israelí manchado de sangre y que respiraba con dificultad junto a ella. No ocurrió la temida discriminación religiosa, política o nacional que yo esperaba de esos perversos, según me habían inculcado, sino una práctica solidaria propia de samaritanos reales.”
Brigitte Gabriel abrió grandes los hermosos ojos oscuros y extendió sus expresivos brazos para exclamar: “¡Por primera vez en la vida experimenté la calidad que mi cultura no hubiera brindado al enemigo! Descubrí los valores que predominan entre los israelíes, capaces de tratar con amor al enemigo en sus momentos más críticos. Me daba vueltas la cabeza y el corazón me latía frenético ante esa revelación. Permanecí veintidós días en el hospital. Ese lapso cambió mi vida y la forma de recibir la información tendenciosa que martilla la radio o la TV árabe por todas partes. Me di cuenta de las incendiarias mentiras que fabrica mi gobierno y los demás gobiernos árabes sobre los judíos e Israel, tan lejos de la verdad. Advertí horrorizada que, si en vez de ser una árabe entre judíos, yo hubiera sido una judía alojada en un hospital árabe, me hubieran linchado y destrozado en medio de los aullidos Allah Akbar (Dios es grande), cuyo eco feroz petardeaba desde las calles vecinas”.
“Trabé amistad con las familias de los soldados israelíes heridos, en particular con una mujer llamada Rina, cuyo hijo único fue baleado delante de sus propios ojos. Un día, mientras la visitaba, varios amigos llegaron para cantarle canciones que levantasen su espíritu. Nos rodeaba una estremecedora calidez. Entonaron una canción sobre Jerusalén y abracé a Rina para llorar juntas. Esa madre sostuvo mi mano y me miraba desbordada de lágrimas para decirme, cuando yo mencionaba la desgracia de que su hijo quedase discapacitado para siempre: “No fue tu culpa, Brigitte, no fue tu culpa”.
La oradora hizo una pausa ante la magnetizada audiencia para lanzar una reflexión explosiva: “¡Qué diferencia, por Dios, entre esa madre junto a su hijo deformado, que amaba al enemigo, con ciertas madres musulmanas que envían y bendicen a sus hijos para que se aten explosivos a la cintura y despedacen judíos y cristianos en un acto suicida criminal! ¡Enfatizo –agregó– que la diferencia entre el mundo árabe e Israel es una diferencia de valores! Es la barbarie contra la civilización, es la dictadura contra la democracia, es el desprecio al otro contra el respeto por el otro”.
Cambió la tonalidad, como si fuese a decir un cuento de hadas: “Había una vez...”, pero enseguida añadió: “Había una vez la convicción de que merecía el más hondo pozo del infierno quien asesinaba intencionalmente a un niño. Ahora, en cambio, los terroristas han logrado legitimizar el asesinato de niños judíos como recurso de su «justa lucha». Recordemos, sin embargo, que cuando algo se legitima contra los judíos, luego empieza a ser legitimado para el resto del mundo. Ya no sorprende que los explosivos se carguen de clavos y tornillos con el propósito de matar o por lo menos malherir a niños para la gloria de Dios. Los terroristas han acostumbrado a la opinión pública a resignarse con los asesinatos de civiles, ocurran las matanzas en Israel, Nairobi, Bali, Nueva York, Buenos Aires, Moscú, Londres o Madrid. Justifican su salvaje conducta con un argumento deleznable: los «desespera la ocupación». Pero déjenme contarles la verdad –anunció Brigitte Gabriel–. La verdad informa que el terror empezó contra los judíos, cuando no había ninguna ocupación”.
Mientras absorbía las palabras de esta sensible e independiente periodista árabe, pensé que iba a referirse a la gran matanza de hombres, mujeres y niños desarmados que cometieron las bandas dirigidas por el Mufti de Jerusalén, Haj Amin El Husseini, amigo de Hitler, con quien se fotografió en Berlín, tras prometerle ocuparse de la “solución final” en Medio Oriente. Ya había diezmado en el lejano año 1929 a la comunidad de Hebrón, luego seguiría con el resto, hasta “limpiar el país de judíos” y hacerlo Judenrein, como pretendían los nazis y ahora es una trágica realidad consumada en casi todos los países árabes, discriminación étnica masiva que la prensa astigmática y los políticos camanduleros se resisten a tener presente.
Brigitte Gabriel, contra lo que yo esperaba, se refirió a otro hecho que pronto fue olvidado por el estallido de la guerra de la independencia israelí. Narró en forma documentada que meses antes de esa independencia, el domingo 22 de febrero de 1948 (la independencia fue firmada en mayo), tres camiones cargados con explosivos detonaron en la concurrida calle Ben Yehuda de Jerusalén, donde mataron a cincuenta y cuatro civiles e hiriendo a centenares de transeúntes. En ese tiempo, dijo, severa, no estaban “desesperados por la ocupación”.
Con tristeza evocó el Líbano de su infancia, antes de la guerra civil que pretendió limpiar también al país de cristianos. La mayoría era cristiana y parecía que las fanáticas guerras de religión quedaban atrás. Pero la diferencia demográfica empezó a modificar los guarismos, porque no son equivalentes una familia monogámica cristiana con la musulmana que llega a cuatro esposas y produce una tribu de hijos. “¿Conocen una familia cristiana como la de Ben Laden, que posee 53 hermanos?” Tampoco es lo mismo la cultura cristiana, que absorbe las conquistas de Occidente (igualdad de la mujer, libertad de expresión, estímulo del arte, aprecio por la investigación científica, derechos individuales, tolerancia por las diferencias) con la cultura que rechaza esos valores.
Las palabras de Brigitte Gabriel me inyectaron de nuevo la esperanza de que en el mundo árabe existen personalidades valientes como las que en su momento lucharon dentro del cristianismo contra la Inquisición o en Alemania contra el nazismo, pese a la confusión que generan las lealtades deformadas. En el Líbano centenares de miles hoy cruzan los dedos para que los criminales de Hezbollah, que han atacado a Israel sin el justificativo de ninguna “ocupación”, sean derrotados para el bien de la región y el mundo. El Líbano merece vivir y progresar sin las hordas medievales que sueñan psicóticamente con establecer un califato totalitario que extienda su imperio desde España hasta el océano Pacífico. Su primera etapa es la definitiva destrucción de Israel.
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